Cuentos

Nunca supe bien a donde iba..

Nombre: Rodrigo Medel S.
Ubicación: metropolitana-Bio bio, Chile

Licenciado en Sociología- Universidad de Chile. medelcio@gmail.com

jueves, agosto 3

Azul profundo

Mi recuerdo vive en esta playa congelada. Tu acostumbrabas esa roca, la roca que partía el mar a tus costados. Me mirabas como muda, te batías con el aire, eras cómo un coqueteo de azul al medio del océano. La brisa arrancaba tus lágrimas secas, creí ver tu silueta moverse desde el océano hacia mi, pero no era cierto, tu seguías ahí, inmóvil en tu cima. Mi tristeza abordaba cada elemento de tu pintura en azul, el mar me tocaba y retornaba cómo llamándome hacia ti, y hacia ti me dirigí, tambaleándome entre las rocas, saltando entre arrecifes. Me vi caer con pierna doblada, pero me sostuve esforzado de tu mano extendida, y me abrasé entero a tu tallo de terciopelo azul, ese azul de mi tristeza. Y así nos quedamos, con el amor insaciable de aquel tropiezo, con mis brazos que cercaban tu diámetro circular. El viento echó a volar nuestros cabellos y el tiempo oscureció el océano. Recorrí tu torso con mis párpados cerrados, manoseé los surcos que el tiempo te había conseguido, quise unirme a ti ahí mismo, para siempre, parado sobre aquel relieve que se transformaba en nuestra isla. Ya de azul apenas quedaba tu reflejo lunar en las aguas iracundas, las aguas que se alzaban buscando desprenderte de mis brazos entregados, como celosos cuidadores de un preciado monumento; yo solo me aferraba a ti para seguir amándote. Intenté escalarte para saborear la cumbre de tu delicias, pero la ira de los guardianes nos interrumpió. Fue cómo una mano gigantesca que nos encerraba para darnos un estruendoso golpe de humedad. Y así nos quedamos, cómo frío en lo caliente, con el sabor marino de nuestros cuerpos; pero no nos movió, yo me sostuve de ti, y tu, supongo, también de mí. Pero las aguas se contraían cada vez más furiosas, se levantaban por encima de nuestros cuerpos y nos daban palmetazos implacables. Te jalé, traté de llevarte conmigo, liberarte, apartarte de tanta hostilidad; pero tu no te movías, no me acompañabas. Miré por última vez tu cuerpo con el frenesí del viento, y la mano nos encerró nuevamente, esta vez, decidida a llevarnos hasta sus fauces abismales. Alcancé a sostenerme tres segundos de tu brazo extendido, para luego, ser tragado por la rabiosa tempestad. Secuestrado por el torbellino, vi tu silueta desaparecer, eras como un espejismo de belleza inmóvil, como un puño alzado frente a la maldad. Me transformé en un harapo, giraba como un rombo por debajo de las aguas, me estremecía agitado al antojo de la marea. Cuando ya caía derrotado en un abismo de negrura, un último y certero puñetazo me quiso apartar de esa muerte que ya me penetraba. Sentí una vez más los almohadazos del viento en mi rostro, y las olas que volvían a zamarrearme cómo un niño a su juguete. De pronto mi mente se apagaba, y yo, amanecía como desecho de harapos a orillillas de un olvidado litoral.

Diez años han transcurrido, hoy he regresado a tus costas. Miro bien y ahí te encuentro, alzada en la misma roca, con tú misma posición de tristeza. A tu alrededor, el mar bate las aguas con idéntica cadencia, en el horizonte, los colores siguen perfilando tu hermoso paisaje. Pero se te ve raída, tienes un tono grave, como de alma agazapada. Veo tu piel de polvo surcado, tu cumbre de cabellos está deshojada, tus brazos a medio alzar, tus dedos fracturados. Pero yo también he palidecido. Ya no somos los jóvenes de antaño. Sin embargo aún conservas el misterio que me atrapa, porque tu siempre has sido de este lugar y yo siempre he sido el forastero. Por eso entiendo que te hayas quedado cuando el mar me tragaba en su infierno, tú no podías irte, tu ya estabas enraizada. Veo tu silueta moverse desde el océano hacia mí, cómo dándome tu último adiós, desapareciendo una vez más en el azul profundo, volviéndote apenas un tono en la inmensidad del océano, alzando eternamente tus copas hacia el cielo.

Hechizados

Regresó con absurda tranquilidad. Antes de acostarse recordó que no había hecho nada en aquel día ficticio. Se durmió.
Era un día de sol como cualquier otro. Se levantaba como siempre una hora antes de cualquier diligencia. Se duchaba, afeitaba y cepillaba con innata lentitud.
Salió de la casa con una inefable sensación de aquello, eso que solo pude decirse en francés. Primero fue al banco, hizo los depósitos, giros y transacciones correspondientes. Luego al correo a depositar las cartas que nunca llegarían. Se desocupó inesperadamente antes de lo previsto, varias horas antes. Fue ahí cuando pensó que los parques se veían bonitos los días de sol. Partió hacia el parque metropolitano. Luego de recorrer en soledad los largos caminos cubiertos de maicillo, se aventuró por un furtivo sendero de magnolios. Al final del camino se comenzaron a dibujar los frondosos raulíes y las palmeras foráneas. Desde la distancia pudo distinguir al viejo de los helados que gritaba afónico, a los niños de la escuela que discutían acalorados y un grupo de chicos que perdían su pelota por los aires. Todo parecía tan familiar.
Se sentó agotado en una de las bancas de la plaza. Sacaba un cigarro de su bolsillo izquierdo cuando la vio. Entonces le pareció una ilusión. Tratando de despabilar de aquel delirio, enfocó para distinguir el color más hermoso y radiante alguna vez observado. De pronto todo parecía estar en blanco y negro alrededor de ese vestido carmín y aquella niña imaginaria con su cuerda a orillas del canal. Era un esplendor, una magnificencia, desde lejos vio su vestido contrastar con su piel morena, sus brincos alternando el ritmo de la cuerda, su cabello deslizarse con los turnos del viento. Pero su rostro… no podía verlo desde tan lejos. Claro que es peligroso que esté sola en este lugar, pensaba el hombre mientras la seguía perplejo, no puede una niña tan bonita andar sola en un parque. El hombre creía haber encontrado algo perfecto, tan perfecto que la quería poseer. Se aproximó vehemente, de forma bruta, ansiosa; antes de pronunciarse pisó un helado caído a los pies de la niña.
-Ten cuidado, no saltes tan cerca del canal- le sugirió bruscamente.
La niña siguió brincando pero deslizándose lejos de la orilla.
-¿Dónde están tus padres? No te han enseñado a mirar a la gente cuando te hablan niña.
-Tú no puedes mirarme- respondió ella con su rostro fijo en el suelo
-Cómo que no puedo. ¿Por qué no puedo?
La niña saltaba en un pie, luego en otro, su rostro lo cubrían sus largos cabellos.
-¿Por qué no puedo mirarte?- Insistió.
La niña se detuvo.
-Porque si lo haces serás mi prisionero- respondió con una pequeña carcajada.
El hombre anonadado vio como se alejaban los brincos, procedía a marcharse cuando un pensamiento repentino lo alteró. Arrebatado alcanzó a la niña por un hombro, la enderezó en un movimiento, le sujetó el mentón y levantó su rostro.
Se devolvió a su banca y pensó que con los días de sol se veían muy bonitos los parques. Pero claro, como no va a ser así con esa pileta al medio de la plaza, aquellos niños jugando en la cancha empastada, el vendedor de helados que gritaba afónico, los niños de la escuela que discutían entre ellos. Todo en total armonía, como una pintura.
Fue repentino como esa pelota voló por los aires a una altura insospechada, primero desapareciendo con el sol y luego cayendo a dos metros de la niña y su cuerda. Los cinco chicos le gritaron una y otra vez, que la pateara, que la lanzara, cualquier cosa esperaban menos su indiferencia. Los chicos se le acercaron con intriga. Se detuvieron a sus espaldas sin decir palabra, uno la quiso tocar y esta giró violentamente para encararlos a todos.
Son hermosos los parques los días de sol, y ese sol era el perfecto para los helados, pero el viejo heladero no había tenido buen negocio y el calor lo tenía agotado. Sin embargo era un viejo de buen corazón, más aún cuando vio a la niña saltar solitaria con ese atuendo tan hermoso. Abrió hipnotizado un helado y partió en su dirección a obsequiárselo. Cuando la chica giró, el helado se desprendió de sus manos y se trizó en tres partes al caer a la arena.
Se ven hermosos los parques los días de sol, también así lo pensó una profesora de básica que decidió sacar a pasear a sus 11 alumnos. Y claro, con la idea de jugar haciendo dos grupos, siempre se alega la iniquidad del asunto. La discusión llegaba a tonos impetuosos cuando la profesora sugirió que invitaran a la niña que salta la cuerda. Todos observaron al mismo tiempo.
El sendero de magnolios se abrió nuevamente.
El hombre sacaba un cigarro de su bolsillo izquierdo cuando la vio, era lo más hermoso y radiante alguna vez observado. Pero se hacía de noche y todo comenzaba a desaparecer. Regresó con absurda tranquilidad. Antes de acostarse recordó que no había hecho nada en aquel día ficticio. Se durmió.

Laberinto

Cuando despertaron, ninguno pudo recordar como habían llegado ahí. Se sentían adormecidos, perdidos en aquel misterioso lugar. Chicho se acercó a Karla para acariciar su rostro desconsolado, Manu comenzó a dar vueltas buscando alguna salida en aquella oscuridad.
De pronto una pequeña lámpara se prendía dejando al descubierto los enormes murales que mostraban hombres vestidos de pájaro y feroces jaguares. También se revelaron dos salidas opuestas al final del salón. Comenzaron a sentir un creciente y angustioso deseo de libertad.. La situación los terminó de convencer que era menester encontrar pronto una salida.
A Manu nunca le gustó la compañía, por eso cuando vio que Chicho y Karla se decidían por el camino izquierdo, él emprendió solitario el camino opuesto.
Chicho y Karla corrieron por la holgada galería del ala oeste, al fondo se encontraron con un mural impregnado de códigos incomprensibles y dos bifurcaciones en sentido opuesto. Ahí se quedaron detenidos sin claridad de acción.
Manu, por el sector este, recorría acelerado un oscuro pasadizo cuando chocó de frente contra un muro invisible. Ahí descubrió que se trataba de una curva perpendicular. Luego de tomar, esta vez con parsimonia, la nueva recta hacia el norte, se encontró nuevamente con una pared invisible que lo volvía a desviar hacia el oeste, el tercer corredor se hacía más estrecho y el cuarto aún más. Ya comenzaba a intuir que se encontraba en un espiral de paredes invisibles, pero decidió continuar hasta el final del camino.
A Chicho le bastó una mirada para que ella comprendiera que había llegado el momento de separarse. Chicho bajó hacia el sur con la perenne idea de libertad, pero cuando llegaba al final de la galería, chocó con un rincón de paredes invisibles que lo dejaron aturdidos y en el suelo, las paredes formaban un ángulo oblicuo que llevaban a un pasadizo directo al núcleo.
Karla avanzó, asustada por su soledad, el lúgubre pasillo que no anunciaba destino. De pronto el camino tomó un giro perpendicular hacia la derecha, entonces se desvió a una nueva y extensa galería hasta encontrarse con la próxima esquina que volvía a cortar en noventa grados, esta vez el camino bajaba. Corriendo agotada la tercera recta, escuchó los agitados pasos de Manu que corría en dirección contraria por un pasillo paralelo. A pesar de su cercanía física, el grosor del muro que los separaba los hacía estar en los dos puntos más distantes de ese enorme laberinto. Karla ya comenzaba a intuir la geometría rectangular de su recorrido cuando se topó, justo antes de llegar a la tercera esquina, con un estrecho pasadizo que terminaba con un resplandeciente tesoro dorado. Hipnotizada por su avaricia, se desvió del camino que parecía el correcto y fue a buscar su recompensa. Cuando se encontraba a solo dos pasos del dorado, sintió un brusco temblor en sus patas, pero con el sesgo del tesoro en sus narices, se abalanzó sobre él y logró tomar todo lo que su cuerpo le permitió. Al intentar volver con el peso del oro en su barriga, el suelo se abrió en dos ventanales dejándola caer en una fosa infinita.
La diagonal llevó a Chicho a una estancia completamente cerrada, sin más remedio, tomó frustrado el largo camino de regreso. Cuando volvió al inicio de ese ángulo agudo, decidió tomar el camino de Karla y tratar de alcanzarla. Entonces se largó a correr por las extensas galerías con un ahogo insoportable.
Manu por otro lado, terminaba de descubrir la trampa de su camino al llegar a un salón donde apenas tuvo espacio para girar y emprender con la máxima de las desidias el camino contrario. Chicho corría con mayor esfuerzo, sintiendo como el oxígeno escaseaba cada vez más en aquel encierro. Tomó las dos curvas cerradas y procedía a tomar la tercera cuando una bifurcación se le apareció de repente. Entonces vio y sintió la misma voracidad que Karla, y corrió con intemperancia hasta que el temblor del suelo detuviese su paso. Observó el tesoro incompleto, también las dos puertas en el piso y con la lucidez de haber descubierto la trampa, continuó por la galería anterior y tomó la última curva.
Al final del pasillo vio el ángulo adyacente y complementario al de la curva oblicua, y pudo distinguir una pequeña franja de luz que se comenzaba a expandir por el sombrío mural. Encandilado frente a la puerta, Chicho comenzó a avanzar con paso aminorado. No se dio cuenta cuando una mano gigantesca lo tomó de la larga cola y lo colocó frente a unos ojos miopes. –Buen trabajo Chicho, no cabe duda de que eres el más inteligente de todos- Al recuperar la vista, se encontraba nuevamente en su hogar y con un tesoro doblemente mayor al que acababa de rechazar.

Dos sujetos (paseante y paseada)

El joven tuerto veía que no sería fácil, en el mercado todo pasa rápido, es un ambiente vertiginoso, te acechan con situaciones. Pasaba mirando los rostros ansiosos de respuestas “no quiere almorzar mijito” “que anda buscando lolo” “pregunte nomás joven” se alzaban ofreciéndole carne, leche, empanadas y ropa entre otros. Estaba tan nervioso que se dio cuatro vueltas seguidas por todos los pasillos del mercado. Se le hacía urgente encontrar trabajo, el hambre se hacía incontenible.
Desesperado se sentó en la plazoleta al medio del mercado rodeado por cuatro pérgolas ambulantes manejadas por mujeres. Esta ciudad será mi tumba, se dijo a si mismo iluminado por rosas, claveles, ilusiones y crisantemos.
Se aproximó a un local de zapatos En su interior un lóbrego hombre gordo con cara de indio y borracho lo miró con tal odio que el muchacho desalojó de puro temor.
Podía observar en cada esquina la intimidación y la violencia. Del trabajo a los bares; de las casas a la calle. El joven había aprendido a tomar precauciones.

El era solo uno de la enorme masa flotante de peones, surgidos pos descampesinización, que quedaron a la deriva., que se dieron al vagabundaje. Era un característico trashumantes, un vagamundos, cambiando de lugar, oficio y mujeres tan a menudo como le fuera posible.
Este estiló de vida había pasado a ser la gran mayoría de la población en el país. Ante cada nuevo descubrimiento de minas, se embarcaban cientos de hombres esperanzados con extraer para ellos las riqueza de la tierra. La principal emigración se dio en la capital, la gran promesa del desarrollo industrial.
Esta opción lo había traído a buscar trabajo en el mercado, lugar de mayor concurrencia urbana.

Fue un pequeño y apartado negocio rojo el que llamó su atención, pero parecía estar vacío. Se aproximó sigilosamente y su sorpresa al ver en su interior a una niña de no mas de seis años de edad con manifiestas cicatrices en los brazos y en la espalda . Hola, le dijo con cara de bonachón, pero ella nada respondió, ni siquiera lo miró, estaba concentrada en su tarea de deshojar los rosetones para colocarlos ordenadamente en una corona color rosa. ¿Donde está tu mamí?, preguntó algo inquieto con la indiferencia de la infante, pero esta siguió con su faena sin levantar mirada alguna. ¡Oye! le gritó, ¡donde está tu mamá!, la chiquilla tiró la rosa al barro y levanto la vista para mirar al joven con ojos de demonio, y antes de que Carlos alcanzara a experimentar sensación alguna, la niña hizo un ruido de espanto proveniente del pasaje nasal que trinó como una bestia, ¡No hay nadie acá!, interrumpió una muchacha bonita, - La mamá de Carmen Rosa salió y no va a volver- le dijo con tono de disuasión. La muchacha lo recorre con su mirada antes de agregar-pero puedes ubicarnos en la tarde en nuestra “Chingana”, te doy nuestra dirección. Cabizbajo se largó a caminar pasillo adentro sin antes haber memorizado la ubicación de su próximo destino.


Nadie tenía claro que año había llegado Carmen Rosa al mundo, lo único que se recordaba de forma curiosa era la forma en que su madre la concibió. Al mismo momento que paría un chancho en el potrero, nacía la cría en un tumulto de paja mezclándose con pollos y gallinas. Era la hija número 16 de Carmen Luisa y al ser tantos de parecida edad, muchas veces se descuidaba y se le perdían por días enteros. Dejaron tantas tardes descuidada a la cría en el potrero, que la madre una tarde después del mercado, la fue a buscar y la pendeja cacareaba y saltaba como gallina, ahí se encrespó y decidió enseñarle a hablar y a contar castigando con varazos impíos los errores de la niña, no podía tolerar la idea que la cabra saliese inútil, necesitaba mas manos para ayudar a la malgastada economía casera. La madre la dejaba durante el día encerrada en una pieza y en las tardes cuando llegaba agotada del mercado, le enseñaba palabras y números, sólo los necesarios para mantener el negocio y cumplir con los mandados de la abuela.
Una tarde de fecha aleatoria, Carmen Luisa que llegaba mas temprano de lo habitual, no encontró en ninguna parte a carmen Rosa, busco hasta debajo del horno y nada. La sorpresa se la llevo al abrir el potrero y encontrar a la cabra fugitiva revolcándose en el lodo y mamando teta de la cochina que acababa de parir nuevamente. La madre se puso tan furiosa que levanto a Carmen Rosa de las orejas y la sacó a patadas del potrero, afuera la comenzó a azotar desmedidamente con la fusta del abuelo, estaba tan frenética que la niña se asustó mas con los gritos de la vieja iracunda que con los azotes que ella propinaba.

Cuando Carmen Luisa decidió emigrar a la periferia de la ciudad, ya muchas de sus hijas mayores lo habían hecho, por lo que le tocó cargar solo con nueve críos. Esto le fue muy útil en el momento de apelar a la municipalidad para que le otorgasen terrenos por gracia. Instalada ya en su rancho, Luisa se dedicó principalmente al cultivo de hortalizas, pero además facilitó el espacio para la realización de “chinganas” las cuales resultaban ser el principal ingreso casero.

Cuando el joven llegó al rancho ya habían muchos hombres como él, bailando y disfrutando de las bondades del alcohol. Al tuerto le dio la impresión de estar nuevamente en el campo con su gente, la forma de relacionarse era la misma y el lugar estaba lleno de animales y hortalizas.
Mientras la muchacha bonita pasaba a la cocina y servía chicha, el joven la observaba sin decir palabra. Cuando este se percató que ella lo miraba con sonrisa coqueta, este reunió el valor para ir a hablarle. No pasó mucho rato más y ya la había besado, ella lo tomó de la mano y lo llevó al granero. Ahí retozaron como cachorros en el fondo de un tumulto de desordenada paja.
Primero se escucharon ladrar a los perros, luego Carmen Rosa salió de la casa chirriando como un animal, luego la siguieron los cacareos y los chillidos, luego los vasos rotos, las mujeres llorando y los hombres apresurados en recoger sus pertenencias para escapar de ese rancho en llamas.
Carlos alcanzó a divisar a la distancia a cuatro jinetes bien montados que huían apresurados con antorcha en mano.

El ya había escuchado los rumores de la quema de ranchos que vivían la mujeres periféricas, se le echaba la culpa a los capitalistas como uno de sus tantos intentos por disciplinar la mano de obra y así construir un capitalismo liberal. El joven era consciente de los muchos intentos de disciplinamiento, fue testigo en el norte chico del azote como legítima forma de castigar la desobediencia, iban de 25 a 50. Luego se prohibieron los naipes y licores, otra formula fue la expulsión de vagos y mujeres de los sectores en que residían los obreros. Obligaban a los obreros a dormir encima de la faena donde trabajaban, vigilados por mayordomos.
Entendía bien que hayan decidido atacar finalmente uno de los nichos más importantes, el lugar donde se encontraba la base de sus relaciones sociales; el verdadero espacio libre del peón, tanto en cuerpo como palabra; el lugar donde la fiesta, la alegría y la reunión tenía mayor presencia:. Este lugar eran las “chinganas”.
El joven se dio cuenta que ya nada tenía que hacer en ese terreno calcinado colmado de llanto y desesperanza y volvió a la ciudad para arrullarse a dormir en una esquina céntrica y así probar suerte a la mañana siguiente.

Al tiempo a Carmen Luisa la trasladaron a un conventillo que se ubicaba en el sector sur de la ciudad, este debía ser supuestamente el hábitat de la modernidad. El conventillo que le tocó era siniestro, los cuartos eran bajos, sin ventilación y con un hacinamiento desesperante, eran cerca de trescientas personas (en su gran mayoría mujeres) quienes estarían viviendo apretados en un espacio contiguo al suyo. La autonomía de Carmen Luisa había llegado a su fin, ya no podría seguir auto sustentándose e iba a tener que trabajar por lo menos el doble para conseguir lo básico. La posibilidad de casar a una de sus hijas la veía muy difícil(producto de la sobrepoblación femenina) y la necesidad de conseguir nuevos recursos era inmediata. En aquel reducido espacio apenas se podía caminar sin chocar con alguien. La violencia comenzó a germinar a la par con el alcoholismo y las enfermedades. Al darse cuenta Carmen Luisa de que una de sus hijas (la muchacha bonita) estaba preñada, esta la obligó a abandonar a su hija en las puertas de un palacio patronal. Ella no iba a tolerar que su familia se siguiera expandiendo, y por eso luego de la muchacha bonita, fue obligando a todas sus hijas a ir abandonando sus crías en las puertas de las casas patronales o bien en las puertas de las iglesias, sabiendo muy bien que esa práctica ya era recurrente en las familias pobres.

El joven por su lado consiguió trabajos esporádicos por algún tiempo, pero lo cierto es que la espera de esa promesa de industrialización se hizo tediosa, insoportable e incluso inviable producto de la enorme población de peones. Por eso es que Carlos formó parte de un éxodo masivo en busca de mejores oportunidades. Unos diez mil hacia Antofagasta y Tarapacá a unirse a los nuevos mercados salitreros, otros 40 mil cruzaron las fronteras hacia Argentina, unos cinco mil se instalaron en la isla de Chiloé y otros aún mas lejos se embarcaron hacia California. En suma no menos de 200 mil peones emigraron de la zona central en menos de medio siglo, dejando las ciudades pobladas mayoritariamente por mujeres. Carlos fue uno de los miles que llegaron al norte grande a trabajar en los mercados salitreros.
Cuando este arribó, notó que la población Tarapaqueña a pesar de ser en su mayoría Chilena, tenía mucho componente extranjero. Muchos como él habían emigrado de la zona central y otros muchos del norte chico, por eso llevaron prácticas como el juego, el alcohol y la agresividad, lo que no pudo sino disgustarle a los capitalistas salitreros. La violencia y el desorden se habían vuelto parte de la cotidianidad en la zona y los conflictos Inter.-nacionalidades eran los mas recurrentes, siendo los principales entre Bolivianos y Chilenos. Los asaltos a las oficinas salitreras y el bandolerismo eran los fenómenos mas perseguidos.
El calor, la sed y la ansiedad de divertirse terminaron por agotar las expectativas que el joven tenía depositada en esa zona, pero su angustia aumentó al darse cuenta de que no tenía posibilidades de huir. Esta vez el destino le había jugado una mala pasada, se le iba a ser muy difícil conseguir dinero para cruzar esa enorme pampa, sin embargo era ágil para cambiar de una empresa a otra, práctica que se hacía cada vez mas recurrente y que terminó irritando a los empresarios.


En la ciudad mientras tanto, la transformación del espacio y de identidades había sido un tránsito difícil que tuvo que soportar la familia de Carmen Luisa, pero ya estaban, aunque de forma inhumana, funcionando dentro de los nuevos espacios. En los conventillos se veían corridas de artesanas que trabajaban para ir a vender sus productos, en las acequias iban depositando gran parte de sus basuras, el olor era insoportable y la nube de moscas era algo con lo que se tenía que lidiar todos los días. Producto del reducido espacio muchas de las acequias, llenas de desperdicios, cruzaban incluso por al medio de los cuartos, esas mismas acequias eran las que usaban las lavanderas, incluso muchas veces se le daba uso doméstico. Carmen Luisa comenzó a trabajar de lavandera al darse cuenta de que el comercio ambulante ya no daba frutos y era demasiado el esfuerzo físico para su edad. Sin embargo algunas de sus hijas seguían trabajando en el comercio ambulante, tratando de evitar el comercio sexual en el que la mayoría había caído, las mas afortunadas pudieron ejercer de sirvientes domesticas teniendo a su favor techo, comida y salubridad. La violencia en los conventillos era una nueva realidad que comenzaban a vivir los habitantes producto del hacinamiento. La ebriedad terminaba muchas veces en homicidio, cada día era una tragedia nueva , a cada rato se entregaban condolencias de una familia a otra; agredidos y agresores; ebriedad, escándalo y violencia.
Un día Carmen Luisa desató en Carmen Rosa toda su furia , adjudicándole a su delicado lomo una paliza que desataba toda la rabia de tantos años de desconsuelo e infortunio, dejando en el lomo de la niña cicatrices eternas. Esa misma tarde Carmen Rosa decidió partir a ganarse la vida a la calle y a sus trece años, se entregó a vender su único capital. Así paso de ser niña a mujer, paso de hija a madre.

En la ciudad se estaba comenzando a experimentar una sensación de pánico sin precedentes, de la muerte negra nadie se salvaba ni siquiera los mas adinerados. El cólera te pisaba los tobillos, estaba en la casa de al lado, en tu casa, arrebataba gente por decenas, todos los días habían vagabundos muertos en las calles. Arrasó con Santiago, llevándose treinta mil vidas. Se iba el cólera y volvía la muerte negra, la viruela por su lado causaba estragos y pánico. El harapaje, la suciedad y las cicatrices y manchas en la piel eran sólo una pequeña muestra de los azotes con los que vivía diariamente este pueblo del fin del mundo. Los niños lucían caras infectadas y las muchachas luchaban por retener ese poco de belleza que las enfermedades le arrebataban sin compasión con cada ola de muerte. La muchacha bonita ahora evitaba mostrar su rostro cicatrizado, y su cuerpo deteriorado e hinchado producto de sus catorce críos, ya no se cotizaba en el comercio sexual, viéndose obligada a vender fritangas en la las calles cenicientas.
La fiebre tifoidea arremetió con cerca de veinticinco mil muertos. En seis años el sarampión se llevó a mas de diez mil niños y adultos; la coqueluche catorce mil; la difteria dos mil; la gripe, mas de dieciocho mil. Todo esto sin contar la desnutrición, el homicidio y el suicidio.
Así con la última arremetida del cólera, Carmen Luisa pereció, dejando en el mundo un legado de diez y seis crías y dos fardos de ropa lavada.



Luego que la guerra consolidara los mercados salitreros, los capitalistas lograron domesticar parcialmente la mano de obra, esto con gran ayuda de las condiciones geográficas.
Pero la delincuencia y el delito proliferaban en los intensos períodos de crisis.
El tuerto ya representaba dos décadas mas en el cuerpo a pesar de haber transcurrido apenas la mitad desde su llegada al desierto, fue testigo de la violencia y la miseria con que vivían todos los obreros. Este hombre de piel curtida fue uno de los grandes precursores por la lucha reivindicativa obrera. Logró aunar fuerzas suficientes para lograr la primera gran huelga masiva, en que lograron la paralización de las faenas. Las exigencias eran claras, aumento del salario en un 50%; que fuera despedido el pulpero; y que los salarios fueran pagados con plata real y no con fichas. Los capitalistas bajaron furiosos a imponer su propia ley, con decenas de matones y armas de fuego neutralizaron la insurgencia y fusilaron a los principales dirigentes.
El tuerto logró huir pero solo hasta el pueblo próximo, lugar donde fue apaleado y pisoteado dejando apenas una llama de vida en aquel estropajo de carnes y huesos.
Los capitalistas ordenaron a la policía local mantenerlo cautivo y aislado de cualquier contacto hasta el día de su muerte. El tuerto sufrió su fracaso tres largos años en la oscuridad despótica de sus verdugos.

Una tarde de invierno en que Carlos yacía tirado en un rincón de su encierro con el cuerpo deforme y el espíritu extinto, lo fue a visitar un oficial elegante con apellido extranjero. El tuerto lo miró asustado preparándose para una nueva paliza, pero el oficial lo miró y dio una carcajada- no se asuste hombre-, le dijo con acento extranjero, le vengo a informar que ha quedado libre. Carlos fue testigo de una rojiza tarde crepuscular en el valle del desierto, respiró el aire que tanto ansiaba después de tanto cautiverio. Estiró las patas y elongó sus brazos, minutos después depositaban en sus manos un fusil y una cuchilla. Prepárese, le dijo el sargento, nos vienen a invadir de Santiago y usted es responsable de defender la constitucionalidad de esta patria.
La violencia estalló de la forma más cruenta imaginable, la guerra civil fundió las arenas con el cielo y los gritos de espanto rebotaban en las dunas para perderse en el océano , la masacre ahí ocurrida, jamás dejó descansar en paz a los sobrevivientes. Carlos jamás volvió a sonreír.
Dos años antes de su muerte, el tuerto regresó Santiago. Había logrado escapar de esa turba de violencia y explotación, había juntado suficiente dinero como para pasar sus últimos días de forma digna en una casa mediana en barrio periférico.
Parada en una esquina una ramera vendía su cuerpo con mirada perdida, Carlos observó de media cuadra y creyó reconocer esos ojos desafiantes. Se acercó lentamente , la tomó de la mano y la invitó a un motel, ahí la desnudó y contempló.
En su alma atormentada aún quedaba espacio para el amor, la tomó del cuello con su mano áspera y curtida, y pronunció en su oído: hola Carmen Rosa.
Tomando largas caricias en su lomo lesionado, alimentó su fervor llevándolo a la cúspide del tacto y la lascivia.

Ambos sujetos históricos se revolcaron libres en aquel pequeño espacio de fugitivo placer.

Niño huacho heredero, pirquinero, cateador, constructor de poderosas vialidades, hombre sin nombre lanzado a los caminos, cuatrero, bandolero, lobo merodeador, inútil siervo para los poderosos; hombre azotado, domesticado, arrancado de sus raíces; transformado en un débil número negativo, en una calavera encarnada, en una raíz arrancada; padre, hermano, sólo junto a los conjuntos rotos de su madre, se tubo que transformar a la servidumbre para salir a buscar una mísera ración de supervivencia.

Mujer, madre, creadora de espacios, cocinera, agricultora, costurera, lavandera, ramera, marcadora de presencias, constructora de lo popular, necesario alimento de palabras que no saben siquiera balbucear.
Se amaron, se besaron las sudorosas heridas del pasado, bebieron sus sustancias, lamieron sus derrotas. Se camuflaron en otra comarca, se vieron como espejos y en su reflejo
vieron en sus miradas vírgenes dos segundos de ilusión.

Asesino

La pasión de su rugido se escuchó poderoso en las llanuras nocturnas. También lo escucho otro temible asesino, uno más constante y más pasivo, de cumbre a cumbre cazaban salvajes.
El furtivo cazador acumulaba la destreza de tres décadas. Desde un alto monte sus ojos recorrían los extensos valles, buscando peludos tesoros, usufructuando de la paz que la tarde emanaba. De las sombras asomó el trote de una reducida familia de cuernos, entonces, el viejo apunta, dispara y lesiona al más pequeño. La cría quedaba agónica y abandonada a veinte metros de su arma. El viejo cazador esperaba paciente algo mucho mayor, su mirada y aliento se fundían con la cadencia del salvajismo. Las sombras avanzaban en aquel extenso espacio, los nubarrones auguraban tormenta y los vientos llegaron congelados a castigar su pecho. De pronto, sus manos comenzaron a temblar, la visión se le esparcía y la realidad se le escapaba.

Era bestia de ojos dorados e imponente melena, avanzaba solitario por las tierras desoladas. Un soplido de carne se presentó a sus sentidos, aminoró su paso y descendió su lomo, un anciano perturbado se paraba tembloroso, temblaba enloquecido frente una informe máquina rojiza. Observó paciente su extraña anatomía, su blanca y temblorosa piel con extraños cubiertos, el largo artefacto sostenido a su hombro. Intempestivamente el observado lanzó un grito exasperado al viento. Viendo sigiloso su silueta, sus hombros se encogieron y sus garras se asomaron. Saltó con orgulloso desplante y el humano apenas alcanzó a dar media vuelta para que en dos lanzaderas de puño garrudo su pecho se abriera en tres partes. El horror y el espanto se escuchó en sus gritos desesperados.
El día se opacó, la brisa se pegaba a sus barbas enrojecidas. Aquel felino disfrutaba de su propia paz, esa que lo aborda después de la muerte. Doblando por el sendero del monte, escuchó un estruendoso estallido. Cauteloso pudo divisar un agonizante mamífero bañado en su propia sustancia y abandonado en la inmensidad del valle.
Recordó la sombra de los forasteros que se aparecían como espejismos y partían y volaban la carne desde la distancia. Decidió avanzar por detrás de los relieves, desde prudente distancia divisó la silueta del paciente asesino. Sintió ansias incontrolables de demostrar su poder, de desgarrar hasta la muerte. Avanzó cómo ya sabía de forma sigilosa hacia su víctima, observó su extraña posición sin advertir su estado de inconciencia. Logró estar tan cerca que ya casi no existía nada entre ambos, sólo el y su presa separados por una estrecha envergadura de altos pastizales. El llamado de la muerte era cada vez más intenso y los vientos sonaban acordes al terror del momento. A sólo un salto decisivo, el felino fue víctima de su propia inquietud, la desesperación invadió su alma guerrera, sintió cómo su orgullo se transformaba en agonía.

Volvía la tarde húmeda, los tambores del viento, el escenario de guerra con su escopeta en mano y aquella cría agonizando a veinte metros. Aún sin completo control y con la visión desenfocada, logró sentir la respiración del monstruo. Dando una instintiva media vuelta y sin tiempo para concebir el terror de verse por debajo de aquella bestia, apuntó y disparó en dos segundos a aquello que volaba asesino hacia su carne. Logró el impacto mas certero alguna vez dado y la bestia cayó agónica a su lado. El viejo, se colgó la escopeta al hombro y corrió frenético a su vehículo. Al llegar a la puerta del manubrio descubrió la posición de los cuatro seguros. Lanzó un grito desesperado y cogió un enorme set de llaves. <>. Respiró profundo y se dio un momento para el raciocinio, <> . El viejo frunció el ceño y se miró la manos, observó su reflejo en el espejo del jeep rojo. Vio el reflejo de su fisonomía esbozando una malévola sonrisa, vio sus fauces con la barbilla ensangrentada, una imponente melena negra rodeó su cuello y sus pupilas doradas de dilataban con un jadeo cada vez más feroz.