En la cocina

Al entrar, lo vio sentado como de costumbre en la mesilla. Pero sospechó que sospechaba. Le sirvió sus tostadas con mantequilla, y apagó, con sus manos temblorosas, el grito efervescente de la tetera de latón. Entonces, junto al lavaplatos húmedo, mientras servía dos cucharadas de ese café, él confesó que aún la amaba; pero con recelo creyó descubrir en su mirada, la morosa tortura de su culpa juvenil. Ella se acercaba sumisa a entregar la taza cuando le tomó violentamente el brazo, la pócima se le soltó y se estrelló contra la baldosa. Sacudió su cuerpo contra la despensa, luego contra el hornillo y el congelador hasta que hundió, sin piedad, aquella navaja en su consentida dulzura; y así la penetró, una y otra vez contra el estante de pared.